(Renzo Castaneda)
Es
una acalorada tarde de verano. Despierto semi-inconsciente, tras la siesta. Un
sabor amargo embriaga mi boca y una sed descomunal me llevan directamente a la
nevera.
Al
abrir, siento paz: allí veo una apetitosa cerveza. La tomo en mi mano y noto
como su frescor se apodera de mí, a través de los dedos.
Tiro
de la anilla, el ruido que produce me arranca una sonrisa, y siento como su
espuma blanca se desliza por mi mano, apoderándose de ella. Busco rápidamente una jarra para no
desperdiciar ni una gota del maravilloso néctar extraído de la cebada.
Al
tomar el primer sorbo, noto como el dorado jugo se funde en mi boca,
inundándola de sabor, impregnándola —seguidamente— de su olor amargo y provocando, a su vez, un
ligero burbujear sobre mi lengua.
El
cosquilleo que le produce se convierte en un inmenso placer para varios de mis
sentidos, al amalgamarse con el aroma que ya me ha invadido y provocando la
sensación de poseer todo mi ser, de
formar parte de mí.
Tras
varios sorbos, es cuando noto el vacío de mi alma. Me siento inundado por mi adorada cerveza, pero noto tu ausencia,
como si de un alma demasiado lejana se
tratase.
No
puedo verte, ni tocarte, apenas sentirte...
Tú,
tampoco puedes lastimarme.
Tu
recuerdo ya no me daña y sin embargo, aún te sueño.
Ese
sabor amargo con el que desperté me supo a ti, a tu recuerdo.
Morfeo
te trajo de nuevo a mis brazos, ahora lo recuerdo:
“Estaba en una barca, a la deriva, mientras
descubrí —a lo lejos— una montaña que se me antojó el maravilloso Teide.
Le sentía tan lejano como a ti...Era
apenas perceptible, al igual que tú; le protegían un batallón de nubes blancas
y grises, como a ti te protegen de mi recuerdo miles de vivencias nuevas. Se
veía majestuoso, como tú cuando me miras.
Mientras me acerco noto como la
montaña se sigue pareciendo cada vez más
a ti. Se le intuye fuego en su interior, y su forma —la que sobresale en la
cúspide— me recuerda el contorno de un pecho femenino, un pecho conocido, que emerge desde las nubes,
coronado por un pezón erguido, dispuesto a amamantar historias nuevas.
Desde esa lejanía en la que te
observo se deshacen las cadenas que antaño me ataban a ti, a tu recuerdo; aún
así, me atraes, exhibiendo tu feminidad delante de mis pupilas, haciéndome
sentir un marinero deseoso de alcanzar tu costa, de degustar tus cimas, escalar
tu Monte de Venus, explorar tus cuevas —esas cuevas con las que aún suelo soñar
y donde el mar azota, de una forma fuerte e inesperada, humedeciendo y expandiéndose en todo su interior—
Cuando por fin llego hasta tu
costa y enredo mis pies en tu arena, te exhibes tímida, cubriendo tu desnudez
con gotas de mar salada (a modo de lágrimas provocadas por el dolor), y
elevadas hasta tu pecho en forma de mullidas nubes.
—¿Acaso
has pactado con ellas que sean parte de tu atrezzo y te permiten alejarte así
de mi libinidosa mirada?— pregunté.
No
obtuve respuesta, aquí acabó mi sueño.
Irene
Bulio ©