(Muelle de Agaete - Gran Canaria)
Se
acercó al muelle, como solía hacer cada jueves por la tarde, a eso de las seis
y media.
Su
mirada se perdía en el infinito. Así pasaba al menos dos horas, hasta que tras lontananza el cielo se
pintaba de oscuras tonalidades que entristecían aún más su semblante.
En
ese instante comenzaba a rodar una salada lágrima por su mejilla izquierda. No
hacía nada por apagarla, dejaba que se evaporase. Tenía la esperanza de que
volviese al mar y en algún instante rozase la piel —y quizás también el
corazón— de su gran amor.
El
ovillo del tiempo había rodado ya por cuatro décadas, pero no fue tiempo
suficiente para olvidarle. Tenía la esperanza de que él también la llevaría en
algún lugar de su memoria. Cuando se ama
como ellos lo hicieron el sentimiento se hace eterno, como el agua del mar, que
siempre está al final del camino. ¿Estaría él aguardándola como un paciente
Caronte?
— Hoy no, será otro día cuando decida
acompañarte. Mañana volverá a brillar el sol— dijo, en voz muy baja, sin apenas
mover los labios, al pensar en sus hijos y sus nietos— Quizás el próximo
jueves…Te fuiste un jueves y un jueves nos volveremos a encontrar.
Esa
misma noche su corazón dejó de palpitar. Era un corazón ajado de tanto latir a
dos ritmos. El día siguiente amaneció vestido con una tonalidad preciosa, lleno
de luz. Desde el muelle se podía divisar un brillante arco iris que brotaba desde lo más alto del cielo y caía junto a su
ventana.
Inma
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